La alegría de Lauzun fue inmensa cuando la reina de Inglaterra le entregó la carta de Luis XIV. En ella decía que el servicio que había hecho le obligaba a olvidar cualquier pasado agravio, que esperaba que también Lauzun olvidara y que deseaba que acompañara a la reina cuando hiciera su entrada en la corte, pues estaba ansioso por verlo. Y luego hacía el siguiente comentario:
Ha
transcurrido mucho tiempo desde la última vez que Lauzun vio mi caligrafía.
Estaba muy acostumbrado en el pasado, y creo que será una gran alegría para él
volver a verla.
El marqués de Puyguilhem y conde de Lauzun apenas se atrevía a creer que lo hubiera conseguido. Cuando parecía que su nombre ya estaba enterrado para todos los miembros de la corte, aún le aguardaban grandes honores. Unos años más tarde, en 1692, su condado se erigiría en ducado, y a partir de esa fecha sería duque de Lauzun.
Para no dar un paso en falso, escribió una carta a Seignelay adelantándole sus planes acerca de la organización de todo el asunto y solicitando confirmación sobre la buena disposición de Luis. Recibió la siguiente respuesta:
“Acabo de leerle al rey vuestra última carta, y Su Majestad continúa aprobando lo que habéis dispuesto con respecto a la reina de Inglaterra. Puedo aseguraros, señor, y deciros con sumo contento que seréis bien recibido cuando vengáis, y que las intenciones del rey son tan favorables como las vuestras”.
Pero al mismo tiempo las cosas no iban del todo bien para él en Calais, porque Charost y Lauzun discutían continuamente, algo que no favorecía al marqués. Los largos años en prisión parecían haber minado su capacidad de autocontrol. El gobernador continuaba poniéndole obstáculos y llevándole la contraria en todo. Había cerrado las puertas de la ciudad y dio órdenes de que no se proporcionara a los fugitivos caballos de posta hasta recibir instrucciones de París. Y cuando Lauzun quiso que se denegara el permiso al capitán del navío para regresar a Inglaterra, Charost anunció que había recibido órdenes de no mostrar violencia hacia los ingleses, así que lo único que podía hacer era entretener al capitán y tratar de persuadirlo para que se quedara. Para disgusto de Lauzun, el inglés insistió en zarpar y regresó a su tierra sin más demora.
Mientras tanto la reina llevaba una vida sumamente retirada. Había caído en un estado de profunda depresión, aunque en público lograba aparentar tranquilidad. Lauzun la acompañaba durante su primera visita tras desembarcar en Francia, cuando asistió a una misa de los frailes capuchinos. María de Módena confiaba en su salvador y sentía por él un sincero afecto. El marqués, por su parte, admiraba a esta mujer que se había mostrado a sus ojos afectuosa, valiente y tranquila en la desdicha.
Poco después María recibía la noticia del arresto de su esposo. Su preocupación era una auténtica agonía al pensar que Jacobo iba a tener el mismo final que había tenido su padre, el rey Carlos I.
Y entonces volvió a brillar ese rasgo caballeresco de Lauzun. A pesar de que había alcanzado al fin aquello que durante largos años había deseado, quería dejarlo todo, renunciar al recibimiento que le aguardaba en la corte y arriesgar de nuevo su vida regresando a Inglaterra para salvar a su amigo o compartir su suerte.